jueves, 26 de febrero de 2015

Siempre un martes



Siempre un martes
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Él entra al baño en toalla, abre la regadera y el agua cae enérgicamente a chorros. Primero deja mojarse la pierna derecha, para acostumbrar su piel al agua fría y entregarse después por completo a la regadera a borrar todo el polvo desesperado que se le prendió a muerte en la piel.

Oye los gritos de su madre: Dejame, no sabés lo que hacés. Sale del baño en toalla y a su alrededor no ve a nadie, sólo hay dos presencias: la suya y la soledad del apartamento. Vuelve al baño. Nuevamente gira la perilla de la regadera y el ruido de la caída del agua enmudece ante un nuevo grito. Los latidos fulminan a golpes su pecho y lo obligan a aferrarse a las palmas de sus manos para cubrir sus ojos, como si encubriéndoselos pudiera olvidarlo todo.

Sale del baño y ve a su madre y a su padre en la sala de la casa. No hay ningún sofá en ella, sólo cajas. Su madre llora y grita temerosa y desesperada: dejame por favor, no sabés lo que hacés. Dejame. 

Las lágrimas reaparecen. Llora. Él corre a la ventana y pide auxilio a los indiferentes vecinos.

Medianoche. La noche guarda y protege los gritos en su seno. La misma historia familiar de siempre: el padre golpea a su mujer mientras sus hijos lloran y se entrometen. La rabia de su padre alcanza la cúspide de la violencia y se desquita a golpes con sus hijos y son tan amargos como la cerveza. Transpira ese olor a alcohol que tanto aterró a su familia por décadas.

Un líquido va derramándose sobre el piso, se hace espejo, silencio, gritos. Él se recuesta en el lavamanos, como un alienado es atormentado por los electrochoques él lo es por sus recuerdos.

El hijo llora incontenible, llora mucho y grita desesperadamente: Doña Isabel ayúdennos por favor… ayúdenos, llame a la policía. La pequeña Elizabeth llora aterrada y corre a esconderse adentro del cuarto de su hermano.

Él continúa con los ojos cerrados, temblando, llorando con los recuerdos agobiantes.

Hijueputa, gritá… mierda, pedíle a esas viejas putas que te ayuden…te vas a la mieerrrda. Lo corre de casa envuelto en toalla, va llorando preocupado por lo que pueda ocurrirle a su madre y hermanos. Los nervios frágiles del infante ruegan que pronto acabe todo, que los policías lleguen y salven a su familia, que ojalá no haya sangre. Su madre le grita Arrrrrp y él se duele de impotencia. 

Arp sigue recostado en el lavamanos, a quien considera su mejor amigo, y le dice con su voz dolorosa y entrecortada que ya no puede decirles nada, sigue aferrándose a él hasta que se desprende y se quiebra contra el piso de igual manera que Arp se quiebra en lágrimas, y ambos caen, abrazados, insólitamente fraternos. Todo se rompe contra el sueño, contra el suelo. Otro líquido comienza a derramarse y se apropia de ese lugar íntimo y destruido. La papelera está a su lado, de igual a igual se miran. Escucha un grito apresurado, tormentoso y femenino. Mi vida siempre ha sido una pesadilla, piensa Arp.

Recuerda cuando su padre regresó de la cárcel, había estado recluido aproximadamente tres años por intento de violación. La relación entre ellos se fundamentó en la tolerancia y el irrespeto mutuo. Cierta responsabilidad recae en su madre, no haberlo abandonado o denunciado ante los juzgados a tiempo, desde el primer día que recibió el primer golpe, que data de hace más de 20 años, aunque fue en años recientes cuando el gobierno creó la fiscalía contra la mujer, entonces es entendible su temor de abandonar al cónyuge.


Quizá porque no les puede decir nada, llora y cierra los ojos con fuerza como si al hacerlo pudiera olvidarlo todo.

En su desvarío va derramándose algo que está colándose en su sueño. El lamento cansa y agobia. Arp, desesperado, espera que la tormenta de recuerdos cese. 

Ella grita, llora, gime, grita irremediablemente y no hay mariposas de sangre que la salven, y gira sin entender nada y gira tan nerviosa, desmayándose, mientras él grita: ¡gran puta!

El experto grito va extendiéndose en el aire. Arp recuerda con dolor las imágenes de su infancia.
Recordar es muy humano.

Nuevamente quiere hablar con ellos, pero no puede decirles nada. Abre los ojos y ve los fragmentos tan auténticos, abre lo ojos y no puede gritarles nada, abre los ojos y ve la papelera como una metáfora del manicomio y de la podredumbre humana

Arp se incorpora y cierra la válvula del lavamanos para impedir que siga derramándose el agua. Remueve sus lágrimas que prenden de sus mejillas como perlas. Lo abruma que ya no podrá decir nada, que no puede decir nada, que nunca podrá decirles nada. Suspira y los suspiros son incapaces de comprenderlo.


Hans está condenado a golpear por siempre a su mujer cual Sísifo violento; Luisa a perdonarlo y dejarle siempre un hilo de Ariadna, piensa Arp, reflexionando, tratando de entenderlo todo. 

domingo, 27 de febrero de 2011

Capítulo 1. Los inacabados.

13 de septiembre

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Cuando se tiene el pensamiento en alguna parte

todo está permitido.

Samuel Beckett

Yo no fui destinado a la realidad,

y la vida quiso venir a verme

Fernando Pessoa

Si les soy sincera, la mejor parte de mi vida, la mejor historia que podría contarles, aún no la he vivido, recordó Henri que le había dicho Elizabeth camino al café. Después de ocho largos meses de intentar escribir un relato, a él lo consolaba aquel pasaje perteneciente a una carta que Artaud remitiera a Peter Watson con motivo de la publicación de sus poemas en la revista literaria que éste editaba: “Nunca escribí como no fuese para decir que jamás había hecho nada y nada podía hacer, y que si hacía algo, en realidad nada hacía”. Su admiración por Artaud era similar a la del joven argelino cuya adolescencia le duró hasta los 32 años. Era un día calurosísimo, clima predominante en el trópico y todavía más en la costa norte de Honduras, cuando Henri entró con sus restos recientes de tristeza a la habitación de Elizabeth. Su deterioro tanto emocional como físico era notorio. La tragedia recién acontecida lo convirtió en un hombre desamparado, y lo sumió en una angustiosa búsqueda de explicaciones del porqué de lo sucedido, y por más esfuerzo que dedicara a no pensar en ello, sus recuerdos se emponzoñaban contra él sin darle tregua. Dentro de la habitación advirtió pinturas impresas en papel bond blanco pertenecientes a pintores que dejaban entrever en ellas algún tipo de trastorno o sufrimiento. Las preferidas de Liz, pensaba Henri. Lo grotesco de aquella imagen observada consistía en que éstas estaban soterradas en la mierda que recubría el piso. Todas habían sido de alguna manera reinventadas. El suelo parecía un gran lienzo, collage sugerente que evidenciaba la desgarrada realidad que había plasmado consciente o inconscientemente Elizabeth.

En vano Henri intentó retener sus lágrimas. Trascurrieron ocho meses, ocho largos meses de vanos intentos de escribir una historia, una que mermara su estático dolor. Debía escribir un relato cuyos personajes eran amigos suyos. Debía narrar la historia de Elizabeth. Y Elizabeth debía contar la historia de Hans. Desde el día que Henri entró a la habitación de Liz habían pasado ocho meses de amistad. Ocho meses de amistad los unían y separaban. En las venas iba creciéndole su recuerdo torturándolo con imágenes que impregnaban sus pupilas. Cada lágrima provenía de su nostalgia y caían sobre las marcas de la amarillenta orina sobre las pinturas impresas de Munch, Van Gogh, Bacon, Schiele, entre otros, junto a pinturas impresionistas que contrastaban con ese ideal de insalubridad que Liz dejó en su habitación como un fiel reflejo de sus estados de ánimo, congruente con lo vivido y sufrido. Jamás pudo comprender con exactitud a Elizabeth. La quiso, compartió con ella, pero jamás pudo comprenderla.

Si les soy sincera, la mejor parte de mi vida, la mejor historia que podría contarles, aún no la he vivido. Por lo general me encuentro nostálgica de puros recuerdos del futuro. A veces he llorado viéndome en ciertas situaciones imaginadas. De la realidad no se me ocurre nada. No sé si tengo perversiones, seguramente las de todos. Despertar es una enfermedad… retumbaba aún en la cabeza de Henri.

Los amigos de Liz le auguraban un futuro prometedor. Sus juicios eran elogiosos. A Liz le divertía escribir a la manera de Beckett. La apasionaban esos juegos que la conducían a nada. Rumbo a peor. A alguna parte. No le apetecía Beckett más que Joyce, pero tampoco menos que éste. En realidad sí aspiraba más a la escritura de Beckett. No tanto a la de James. Más Samuel que James. Aunque entre ambos escritores configuraba en su mente conexiones literarias por juego, joda o intuición. Eso era lo de menos. No hay que ser jamás tan serios, pensaba ella, por supuesto que tal filosofía de vida sólo le funcionaba en algunos episodios de su vida profesional, no así en la personal. La excitaba poner el lenguaje al borde del abismo. Llevarlo hasta los límites. Hasta el paroxismo. Corrientes de frases despojándose de ellas mismas, de su sentido, del cascarón vacío que suele ser el lenguaje. En su mente trazaba una línea de pensamiento de Nietzsche a Beckett. Juraba ella haber visto a los hombres caer en una profunda tristeza. Juraba vivir en ese preciso momento. Es más, en una ocasión le confió a sus amigos que “se habían secado todas las fuentes para nosotros, y que el mar se había retirado, que todos los suelos quieren abrirse, pero los abismos no quieren tragarnos”. Nos aborrecen. Los abismos nos aborrecen. Cansancio absoluto. Pensaba que gracias a las proféticas palabras de Nietzsche, Beckett creaba a sus personajes. Y añadía que en estos tiempos las consideraciones morales y los argumentos en el arte eran, si no accesorios, al menos innecesarios. Los débiles argumentos le coqueteaban. O el argumento de la ausencia de argumento la volvía loca. Le comenzó a gustar la novela como género literario por Beckett. Por Molloy. Y por sus piedras. Por Malone. Por Watt. Por Godot. Y su eterna promesa. Por Nagg y Nell. Por los cubos de basura y los recuerdos de amor de antaño. Por Murphy. Pero no tanto por éste sino por su silla mecedora y merecedora de él. Por Mercier y Camier y por la bicicleta abandonada. Por los paraguas. Porque, según él, cuando se tiene el pensamiento en alguna parte, todo está permitido. Eso bastaba para narrar. No esa argamasa tediosa y retórica a lo Carpentier. Había leído antes a Vargas Llosa, a García Márquez y a otros escritores latinoamericanos así como novelas francesas e inglesas. Textos “densos”, aburridos y espinosos de leer. Liz prefería la sencillez. Lo humano. Poco gustaba de la descripción. En esto coincidían Liz y Henri. Se creían expertos de la incomunicación. Se valían de artimañas como la afanosa utilización de adverbios, verbos y pronombres para dar mayor rapidez al texto. Aunque en realidad procuraban tapar el hueco de su humildísimo inventario de vocablos, razón por la cual hacían gala de su ingenio, que no genio, como todo buen beckettiano de la costa norte, que no tienen más que la intención de prever fracasos o inventárselos antes de llevar a cabo actividad alguna. Nihilistas stavroguinianos. He ahí mi doctrina nueva, decía Liz, heredada, por supuesto; doctrina nueva como lo fue para los músicos Cage o Feldman. “Lo que relato es la historia de los próximos dos siglos”, su consigna. Su pasión, la duda; la duda, su única certeza.

6 de septiembre. Arp regresó a su casa a las diez de la noche. Supo que alguien había entrado a su habitación, quizá su madre. Se dio cuenta porque al encender el foco (para calentar pollo) vio que no había arrugas en su valle de sábanas. Milagro. Alguien había suavizado y tendido la sábana sobre la cama. Encontró una segunda sorpresa: había desaparecido su camisa manga larga cebrada que dejaba en el piso para limpiarse los pies y sus eyaculaciones nocturnas. Quién habrá sido el listo, pensó. Qué mierda. Hoy no toca. A buscar otra camisa. No podía renegar puesto que olía muy bien, a azistín de manzana. Había mayor frescura en la habitación, el olor a limpio producía esa sensación. Se sacó la camiseta. Mientras lamentaba haberse quedado sin dinero para seguir bebiendo en Meches durante más tiempo con sus amigos. Intentó quitarse el jean, sin éxito, debido a que aún no se había descalzado. Arp sólo contaba con dos jeans y estos ya ameritaban su reemplazo. De pie, tambaleándose, cayó sobre la cama. Desamarró sus zapatos y esta vez sí consiguió desvestirse. Luego se dirigió a las ventanas e hizo un nudo de las cortinas para que entrara con libertad el aire fresco. Encendió el ventilador para refrescarse, el sudor y la suciedad acumulados en su piel lo hacían sentirse pegajoso a causa del clima tropical de la ciudad en que vivía.

Elizabeth encendió su computadora. Verificó en su cuenta si había recibido el correo que le había comentado Arp hacía unas horas. Le había remitido el poema de un escritor catalán. Abrió la bandeja de entrada y allí estaba “Compañera de hoy” de Alfonso Costafreda. Lo leyó detenidamente con una suavidad melancólica: “deshacer ese ovillo oscuro del temor […] y lenta, lentamente aprender a vivir, de nuevo, de nuevo…”. En ese preciso momento recordó…

La melancolía comenzó a devorarlo. Miró la ventana por unos segundos. Los segundos se hicieron interminables. Inabarcables. Insólitos. Y más interminables que antes. Estáticos y profundos. Pozos. Pozos de recuerdos. Hondos recuerdos. Se dejó ir en ellos. Se lo llevaron. Entró en razón. Lo habían devuelto. Se destinó a continuar la lectura de El oficio de vivir que había interrumpido la noche anterior. No pudo. Las cervezas ingeridas distraían su mente. Sus ojos aún bailaban –opiáceos- como grecas árabes. Era medianoche. Pasaron dos horas hasta que por fin pudo concentrarse. Leyó en voz baja “es increíble que la mujer adorada venga a decirnos que sus días son vacíos y angustiados, pero que no quiere saber nada de nosotros”. Releyó el fragmento y lo murmuró una y otra vez. Suspiró cuando dijo “adorada mujer”. Finalmente repitió tres veces el nombre de Pavese hasta que su voz fue apagándose lentamente.

“Es increíble que el cuento adorado venga a decirnos que sus días son vacíos y angustiados, que desea alguien con talento o genio, pero que no quiere saber nada de nosotros”, escribía cómicamente Elizabeth antes de levantarse a tomar un vaso de agua para dar inicio a esos juegos del lenguaje que la apasionaban. Al volver, se rindió a las teclas. Tecleó. Escribió. Palpó con sus dedos lo que debía escribir. El cuento adorado por fin había accedido a dejarse escribir. Escribiría lo que quisiera. Vio en la pared la foto que le habían tomado y comenzó a probar su talento. Más bien a ejercitarse. Reía…

Estar allí tan aquí. Más aquí que allí. No a gusto ni muy feliz ni más apta para ser feliz. Veo la belleza de las hojas estrujadas. Más estrujadas que solitarias, pero más solitarias que el diccionario de solitarias palabras. Pero más despreciadas que la bolsa que tiene un pedazo de algodón dentro. Y más aire que algodón. Menos repugnante que mis labios. Entonces ver las piernas de una mujer a oscuras. Sus brazos cruzados atrapando la oscuridad. Sus pantorrillas en orden, una delante de otra. Un pie más adelante del otro y uno más atrás que el anterior. Son sólo dos pies. Tan solos los dos pies. Sus dedos más bellos que lejanos. El dedo meñique de su mano derecha sobre el pie derecho y éste, a su vez, sobre el índice de su pie. Sus dedos tímidos para mí. Más que la oscuridad de fondo. Entre sus brazos y sus pies y muslos claros… ¡Ah!…y está sentada. Veo a los lados los ladrillos. El espacio de los ladrillos entre columna y columna, no allá ni tan acá. No más a la derecha y menos a la izquierda. No tan arriba, pero en realidad sí más arriba. De pronto el sexo está oculto entre la oscuridad de fondo.

Vuelvo de reojo. Y veo que un cuadro está mas arriba que el rostro horizontal que mira con ojos mal dibujados. Me muevo un poco más. Y veo la ventana sobre la ventana. Y veo la ventana…sobra la ventana. Y nuevamente la ventana sobre la ventana. La ventana lejana de blanco y negro. Debajo la de colores. Una cortina que se mueve por el aire que se esconde dentro del cuarto, que huye de la humedad de la lluvia. Esta vez el aire lejano de la lluvia. Suspiros a manera de lluvia. Lluvia a manera de suspiros. Esta vez sin amor. Sin… huyendo solamente. Se mueven las cortinas que también retienen el aire. Y huyen de él. Más huyendo del aire que movidas por él. Y ver las persianas polvorientas y al polvo aferrarse a ellas por temor al viaje. El viaje o tren (como quieran llamarle) huyendo con el aire. Más viento que aire. Ver de nuevo las persianas abandonadas y al polvo con sus manos de polvo y de microbios aferrándose a llanto seco…

8 de septiembre. 1:30 am. Arp lee una y otra vez el correo que imprimió en el ciber a las 6:00 pm:

…Temor a la lluvia. Lodo llanto. Tanto lodo llanto. La mugre. La mugre que se llora cuando se es polvo. Y un muro pasando la ventana. Y mi mirada pasando la ventana. ¿Y detenerse en el muro? ¿Una opción? Destino. Estacionadas mis pupilas en forma de mirada. ¿Esperando un semáforo? El trueno. El inicio, la lluvia. El resplandor y el recluido instante del resplandor. Dios artista. Muevo la cabeza y busco un recuerdo. Un recuerdo que sea menos que un recuerdo. Nada más uno. Uno o medio, lo importante es que no sea absurdo. El absurdo no es desierto. Y el desierto es menos categórico que el absurdo. ¿Eros y cuál? Estoy aquí tratando mis recuerdos. Buscan recuerdos buscan. Recuerdos buscan re-cuerdos. ¿Del recuerdo a la cordura? ¿Del cuerdo al re-cuerdo y la cuerda? ¿La recuerda? Se buscan recuerdos entre ellos para ayudarme, o ayudarse ellos. Las imágenes cómodas, frescas. Y vuelvo la mirada a las piernas. La mirada. Y sus piernas son las mismas. La postura es la misma. La misma sombra en sus pantorrillas o tal vez otra. Y el bello perfil que se puede encontrar en sus dedos…OH…¡¡las uñas!!! Sus uñas mostrándome su rostro…

Transcurrió una hora y Liz veía con insistencia su foto. Guardó lo que había escrito hasta el momento. Antes de retirarse la detuvieron unas pinturas de Bacon. Las vio con detenimiento. Las grabó en su mente. Luego fue a la cocina. Oyó que la lluvia caía fuerte y violenta. A Liz le fascinaba que lloviera. Canturreaba su canción preferida de Garbage: I'm only happy when it rains. Regresó rápido a su habitación antes que se le esfumaran las frases que había hilvanado en su mente y terminara frustrada y molesta consigo misma.

Se detuvo otra vez. Comenzó a leer con minuciosidad el escrito. Entonces pudo recobrar el impulso y la tensión del mismo. Se preguntó ¿ella me muestra su rostro? ¿Quién me muestra su rostro? ¿Para qué y con qué intención? Tras tales cavilaciones Arp prosiguió su lectura:

…Ella no tiene rostro. Jamás nació así. Pero sus uñas quieren mostrarlo. El reflejo y sus uñas y la posición, la coherencia y de pronto un rostro. Por excelencia sus pies. Más que sus brazos delgados livianos entre la sombra. Delgados hilos de luz nacárea flotando sobre la sombra. Ya no veo el rostro de ella. Pero si antes de pronto un rostro y ahora no. Ahora no y ningún rostro antes. A menos que uñas, reflejo, posición, coherencia y de pronto otra vez el rostro. Cuando busco el rostro, no lo veo. Sus caderas entonces, luminosas, redondeadas, sin números, tan sólo redondeadas, sin aproximaciones matemáticas, sólo su cadera redondeada a la luz. Los brazos, las pantorrillas, y él… la espera de mis labios. ¿O es la pierna doblada? La pierna. No puedo dejar engañarme, pero siempre la espera de mis labios. Nos somos. Me es. Imagino la presión de su muslo contra sus pezones. El referido punto de su busto besado por su muslo, entonces ya no la espera de mis labios, es la espera de su muslo completada. Llanto. Tristeza. Un auto-beso de cuerpo de un solo cuerpo.

Desfragmentado porque le toca amarse. Aún tardo en ver su rostro y mis labios buscan luz entre sus sombras. Y el reflejo y la posición, las uñas y el rostro, pero pienso en un auto-beso del cuerpo de un solo cuerpo. Estoy lejana. Ya tan aquí y siempre más aquí. Nunca tan allí. Sus diminutas uñas no permiten que el reflejo salve el rostro sumergido en las profundidades de la oscuridad. El rostro no emerge. Sus delgados pies, sus pequeños pies, sus delgados dedos, sus pequeños dedos, sus pequeñas uñas, sus preciosas uñas tan en orden. En un orden de tamaño. En orden de uñas que son como gradas de cristal transparente. Subir al sueño. Subir a su rostro…

…Arranco otra hoja, que no tiene que ver mucho con su rostro: reflejo, posición, uñas, coherencia y de pronto su rostro. Y he tirado la hoja a sus antiguas compañeras. Y no tiene nada que ver con sus piernas. Vuelvo la mirada. La devuelvo a la mirada. El algodón y las hojas. Los libros entre asquerosos y bellos. Entre metáforas. Pero más matáforas que metáforas. Me doy cuenta que mortáforas sirven más que metáforas. Y otra vez la ventana, pero la de arriba, con una luz y no con blancura. Con una oscuridad y no con negrura. Me derroto para que me dé roto. Me desoriento. Pues la de abajo a oscuras. Ha llovido. Y es de noche pero arriba es de día. ¿Cómo vivo entre dos ventanas? Ninguna sagrada ninguna pagana. Mi desinterés a la orden. Desinterés por la… el día de arriba y la noche de abajo. Curiosidad por la noche de arriba y el día de abajo. Un ruido viene de lejos. Y en ráfagas, de reojo: sus piernas, sus muslos, sus uñas…y no sigo porque entonces será su rostro, y de vuelta el parpadear del misterio y la rutina. Cierro los ojos y no hay rutina. Abro los ojos y no hay rutina. Cierro y abro los ojos… ¡rutina!! Ahora he quedado sin memoria. El abc de izquierda a derecha. El desorden alfabetiza mi memoria. Los recuerdos escribiendo a imaginación entonces. Escriben a ensueño: una falda negra unos ojos cuervos. La misma habitación que la de siempre. Los mismos ladrillos que no ladran. La belleza en las hojas estrujadas. Las palabras insultándome desde el diccionario. Y sus muslos a veces. Subir al sueño. Subir a su rostro…descender las gradas de cristal transparente y atento a su ecuación de rostro, descender hasta la realidad o emerger de ella. Bajar a su rostro o subir a su rostro…”

Elizabeth, exhausta, corrige el texto. Lo nombró “¿Eros Cuál?”. Antes se le había ocurrido intitularlo “Lodo llanto”, pero no le pareció apropiado.

Cinco días transcurrieron desde que Arp leyó el texto.

En vano Henri intentó retener sus lágrimas. Ocho largos meses habían transcurrido desde que intentara afanosamente escribir un relato, pero no era ésta la razón por la que lloraba, sino por Liz; ya no importaba tanto narrar, encontrar un argumento o desecharlo, poco importaba el talento, el genio o el ingenio, la compatibilidad entre Liz y Henri, o que su adolescencia le llegara a los 32 años cual argelino artaudiano, no, importaba poco toda hazaña o descubrimiento literario, importaba poco si sus recuerdos recobrados no le daban la sustancia necesaria para contar la historia de Liz, para recrearla, para retratarla vulnerable y fácilmente influenciable ante lo negativo, como dijera Matilde sobre Sabato, importaba poco su desamparo comparado al desamparo de ella, importaba poco su aspecto desaliñado comparado con las ganas enormes de recobrar a su amiga, de encontrarla, de saberla allí, con él, conversando como antaño conversaron en cafés, conviviendo entre risas y enfados, entre sarcasmos y ensimismamientos, entre comprensiones volátiles del ambiente fraterno donde muchas veces se hospedaron, pero ahora ella ya no estaba, ¿a dónde había escapado?

Henri miraba la foto de Elizabeth en la pared de su cuarto. Los recuerdos lo torturaban aún más. La computadora en desuso lucía empolvada, como si un manto de soledad casi plateado la cubriera. Los libros se encontraban deteriorados a causa del viento y la brisa. Al librero lo cuidaban las arañas, que tejían telarañas para retener las palabras, para atesorar, seguramente, lo que había dejado Liz. El pensamiento funciona como arañas, pensó Henri, sonriendo para sí, para dentro, entre risa y llanto, mientras sus pómulos seguían humedeciéndose, tendiéndose como alfombra sonrojada para que transitaran los recuerdos vertidos en lágrimas, mientras las pupilas impregnadas de miles de imágenes no podían defenderse.

“Si les soy sincera, la mejor parte de mi vida, la mejor historia que podría contarles, aún no la he vivido”, recordó nuevamente Henri, suspirando, destrozado, como si lo único real fuera el dolor y el rechinar de dientes y lo despojaran de la culpa sentida por su indiferencia a las frases que Liz se arrancó apostando a una salvación catártica. Tomó un libro al azar y en él halló un nombre con una dedicatoria.

A mi Elizabeth:

si los labios de un verso pueden decir

los tuyos pueden responder, al unísono,

una página para escribirnos,

sin ser inscritos sólo en lo soñado,

una página para escribirnos,

y nos escriba

un sueño real…

Todavía esperaba encontrar una respuesta. Nada. No lo alumbraba ninguna pista. Una simple dedicatoria. En un intento por acomodarse para seguir buscando pistas que le aclararan la situación, Henri se deslizó y cayó sobre una sugerente imagen: un pañuelo soterrado que como barco se pierde entre las profundidades de la mierda más artística del piso. Observa fragmentos de vidrio de insinuantes filos. Su rostro empieza a decolorarse. Los fragmentos de vidrio poseen mejor tono que su rostro. Ocho meses de amistad los unían. Ocho meses de largas conversaciones lo acosaban. Ocho meses de gratos recuerdos lo sumían en esa inesperada tristeza. Jamás pudo comprender con exactitud a Liz. La quería. Pudo haberla querido más, piensa. Pude haberla querido más. Pude haber sido más atento. Quería comprenderla. Me esforcé. No sé cómo ocurrió todo. No sé qué pasó. En mis venas debe crecer nuevamente. Crecerá. Se levantó tan lento como un buey fatigado o como ebrio desdichado. Limpió ligeramente su cuerpo. Dejó la habitación, a excepción de sus lágrimas que se aferraron a ella para siempre. Una vez en su casa leyó el último correo que ella le había remitido. Era una recreación de una conversación que habían sostenido en un café a pocos meses de conocerse.

La última vez que vieron a Liz caminaba a otro ritmo, caminaba rumbo a algún lugar, caminaba rumbo hacia algún vacío, a algún desierto que iba creciendo, al desierto de la invención donde decir es inventar; quizás fue esa su última fe: la invención; caminaba como ese juego de palabras que tanto la apasionó, sin fórmula de salvación…

La última ocasión en que vieron a Arp fue en un café junto a una joven de no más de 25 años de edad.

Conversación de Henri con Elizabeth. (Música de fondo: “Fue en un café” de Los Apson.)

Elizabeth: Baudelaire decía que “la pasión frenética del arte es un cáncer que devora todo lo demás”. Por esa razón creo conveniente renunciar antes que el silencio se prolongue. O nos prolongue. Lautréamont dijo que hay que saber arrancar bellezas literarias hasta en el seno de la muerte, pero que esas bellezas no pertenecen a la muerte. No pertenecen. Algunas pertenecen al hastío. Muchas veces he sentido nostalgia de un futuro al que no podré llegar. Siempre había obstáculos, siempre había obstáculos que me detenían como sucedió con Cavafis. Siempre hay obstáculos. Creí que pertenecían al pasado, que eran viejos obstáculos cuando en realidad siguieron presentes siempre. Me detienen al hablar y al escribir, no dejan relacionarme con los demás. Hay sueños que no se pueden consumar. Sueños que no puedo consumar. Me dijeron que era una mujer inteligente, lo dijeron en muchas ocasiones, como si tal juicio sanara viejas heridas y me aliviara. No saben que los sueños son crueles huéspedes. Y que mi inteligencia en realidad corresponde a una desesperación aún no identificada. Es disfraz. La inteligencia es un disfraz eficaz como la sonrisa. Contemplo sueños, a lo lejos los contemplo. Y contemplar un sueño básicamente es olvidarme, olvidar que existo y estropear mi mundo interno. Desconozco si tengo un mundo interno, pero me gusta pensarlo. Me gusta imaginarlo. Toca inventármelo. ¿Quién podrá inventar por mí? ¿Quién podrá soñar mis sueños inalcanzables y alcanzarlos? ¿Quién podrá inventarme? ¿Quién tendrá la voluntad de amarme? Lo que amás verdaderamente jamás te será arrancado, escribió Pound. Y le creo. Debo creerlo. Debo creer en algo. Mi interior ya no es parte de mí. ¿De quién es? ¿A quién pertenezco? ¿Quién me arrancará de quién? ¿De dónde? Mi interior posee su exterior, su propio exterior, Henri. Sabés de mi dificultad para obtener tranquilidad, sabés de mi incapacidad de soñar y de pensar positivamente. Recordás cuando he comparado en múltiples ocasiones soñar con un filtro o escape y he acabado riéndome de las estupideces que digo y he llegado a la conclusión de que tampoco es un vicio, sino una meta inalcanzable, un castillo inaccesible, al que no logro entrar, pero que de hacerlo, de tener la oportunidad de hacerlo, tampoco entraría, como si fuera una Kafka. Al abstenerme de soñar y pensar es como si me abstuviera de ser yo. Y esa es una de mis prioridades, dejar de ser yo. Tranquilizarme. Olvidar que existen las palabras y las frases. Mi paranoia se extiende desde la más sencilla palabra, el detalle es no saber qué palabra puede desencadenar mi depresión. ¡No jodás!, sólo ponete a pensar, sé lúcido, cómo putas le voy a hacer, cómo putas voy a vencer a este otro ser que me está jodiendo, que lo identifico y que nada gano con ello, que es parte mía como yo parte suya.

Henri: Pero Liz… ay Liz… no sé qué decirte, vos sabés que sos una mujer bella, inteligente, con un bagaje de lecturas que muchos te envidian, aunque lo negués por tu afán modesto-obsesivo, sos astuta y suspicaz, incluso irónica…poseés un gran sentido del humor, a veces exasperado, un humor que a veces parece triste, melancólica sí, y mucho, y podría seguir enumerando tus virtudes pero en lugar de ello diré que poseés tantas etcéteras de buena calificación humana como sean posibles, de esas que exaltan. Todo saldrá bien, ya verás. Creémelo. No tengo por qué mentirte.

Liz: Gracias, sos muy amable, disculpame ese descargo emotivo, creo que por razones como esas es que no convivo lo suficiente con amigos, quizás porque pocos logran comprenderme prefiero la soledad, aunque no la desee, es complicado, no sé qué decirte, y quisiera decírtelo todo, lo que pasó y lo que vendrá, lo que vivo en este momento y por qué lo vivo…A veces me harta hablar siempre de literatura, por eso me considero retirada y jubilada, sin pensión, eh, eso sí, sin ninguna pensión, no pude ganármela, no he hecho lo suficiente y temo jamás lograrlo, mis parámetros literarios son muy altos y ambiciosos y por el momento no logro siquiera acercarme a ellos, quizás por esa razón evito encontrarme con esa peste llamada literatos, y me repito, citando a tu querido Artaud, que todos los escritores son unos cerdos, cerdos irremediables, con su vanidad que triunfa por sobre su talento, vanidad de cerdo que exige la suplantación de su nombre por el título adquirido, o por el adjetivo de poeta, o escritor, así son, por eso me desesperan, aunque en realidad es porque a pesar de que me gusta mucho Beckett, y vos sabés cuánto me gusta que a veces me creo Clov con el insecticida en mano, y otras veces Nell dentro de un cubo de basura, esperando amor y una galleta, migas de amor, como dijera Cardona Bulnes, migas de amor que de la mesa caen y el corazón huele y lame, pero en mí esas falsas esperanzas no son reales, en mí no pueden serlo, bien decía Cioran que toda fórmula de salvación actúa en mí como un veneno: me deshace, aumenta mis dificultades, agrava mis relaciones con otros, irrita mis heridas…así que ésta es una de las razones por las que me considero una fanática del hastío, o si no heredera del hastío, engendrada en las entrañas del hastío y del desierto; vivo en el vacío vacía de mí y mi mente sólo es alguien sentado en el café, en éste por ejemplo, intentando concentrarse, concentrarse en vivir, en dejar de pensar siquiera en tantas estupideces de fracasos inventados, pero la distracción ocasionada por esa gente que ronda el café mientras transita por el parque o las calles me intranquiliza, me digo que ese ruido no es real, me lo repito, mientras ese ruido traspasa el cristal del café como voces que encienden mis estadios más depresivos. Mi mente no es menos pública que el café. Y los clavos viejos de frustraciones que jamás desaparecieron comenzarán nuevamente su fiesta, clavos oxidados de tristezas e indeseables discursos de suicidio y de sentidos de inutilidad que jamás acabarán.

Henri: Temo mucho que te desquiciés. Te conozco poco, es cierto, pero me caés bien y sé reconocer un espíritu que valga la pena en estos tiempos de acelerado ritmo industrial y de podredumbre, sé que no ocurrirá, aunque hay escritoras muy reconocidas como la Plath, la Sexton, la Woolf, la Pizarnik, entre otras, y a vos que tanto te gusta citar a esas artistas. Ellas no son vos. Por cierto, ¿has leído a Ingeborg Bachmann?

Elizabeth: Sí, quizás, no recuerdo bien, la buscaré. ¿Creés que me desquicie? Quizás me aproximaría un poco, la tentación es grande, ¿sabías? Tanta tentación en ir al infierno. Ojalá que tenga playa incorporada. Y espero llevar mi hilo. ¡Bah! Será mejor bañar en puro pilunche. Qué buena idea acabás de darme. Sólo por esa razón ya no jugaré a reventar el débil hilo de mi razonamiento, sino que iré por el pez gordo, ¿la ambición también es pecado, no? Doblemente pecadora iré al infierno, pero iré por el pez gordo, por el cable de acero que sostiene el puente de mi racionalidad, por donde transito de ida y vuelta a la locura, por donde transita cada pensamiento, puente donde se arrepienten las frases, donde se suicidan las palabras, ese cable al que le llamo también trastorno, te imaginás que se reviente ese cable grueso de acero y que caigan por última vez todas las frases y palabras, todo objeto pensado y soñado, imaginado e inventado, todo pensamiento frustrado y marginado, toda memoria de lo que es la vida y de lo que debe ser, toda enseñanza aprendida, que caiga por fin todo sobre el mar como hacían antes con los locos en la edad media, que los subían a los barcos en busca de Narragonia, y que esa infame experiencia de viaje no tenía sino el objeto de lanzarlos al mar para deshacerse de esos pobres seres de almas agrietadas y espíritus atormentados, viaje de purificación lo llamaban, creyendo que el mar o agua redimía a los hombres y sus pecados, pero mi caso es distinto, si me quedo en la locura, nada habré hecho antes para merecerla, en la mar del arte no podré remar, en la mar del arte donde vivió Celan, y vos sabés que lastimosamente yo no soy genio, quizás talentosa, mi talento tendré escondido, muy escondido, ¿te interesaría averiguarlo antes de bajarme de la estultifera navis? Y de qué me preocupo si escribir vale poco…

-Liz, ¿te me estás insinuando? Me gusta cómo me ves, esa mirada y tu gesto y tus labios…ay Dios, Liz, primero dejame decirte que merecés una oportunidad, ya verás que por fin podrás escribir algo que te guste, y esperemos que no haya consecuencias por escribir un cuento, relato, cualquier cosa, ahora que lo pienso, deberías darte otra oportunidad, ¿adiviná con quién? ¡Así desaparecen las tristezas!

-Ya te emocionaste. Tan libidinoso el nene. Las tristezas no desaparecen de esa forma, las borra momentáneamente. ¿Sabés cuándo soy feliz? cuando no recuerdo nada, cuando no pienso en nada. Toda mi vida ha sido un mal momento. Y como decía Hamm en respuesta a Clov: mi vida ha sido siempre una vida futura. Mejor cambiemos de tema, ya me puse de mal humor.

-Ay Liz, siempre vos, ya verás que todo va a pasar, deberías aprovechar ese estado y ponerte a escribir. ¿En qué pensás? No te quedés callada.

-Es que mi mente, Henri, se acaba de convertir en una caldera encendida después que recordara cuántos leños han sido echados en ella. Qué fastidio. ¡Qué cólera! No me hagás caso.

-¿Cómo así? vamos, contame, ¿no me considerás tu amigo? porque yo sí te considero mi amiga, y quisiera que fuera más que una amistad, perdón, pero tenía que decirlo, entonces, ¿vas a contarme qué te pasa y qué pensás?

-No sé cómo explicártelo, ¡ya sé! imaginá que cada frase es un leño: estudiá pendeja” cada leño una frase: “dejate de pendejadas y culeradas, estudiá, y si no suicidate que ya la cagás”. Cada leño una frase: “pero usted es inteligente, talentosa, y le tengo un gran cariño”. Cada frase un leño: “jamás voy a querer nada romántico con vos nunca”. Cada leño una frase: “habrás visto tan gran pendeja en tu vida”. Cada frase un leño o viceversa: “ya parecés persona civilizada...”, “nunca vas a llegar a ser nadie”, “vas a ser una gran escritora”, “vos sos poeta, no poetisa”, “tenés suerte que por lo único que te consideramos amiga es porque medio escribís “bonito”, “Liz, dése una oportunidad…”, “yo quiero, anhelo estudiar, pero no puedo, tengo la mente tan llena de mierda, el corazón me explotó en la mente”, “lástima te tienen Eliza…”, “no te tienen confianza Liz y creen comprenderte”, “quizás si visitara un siquiatra me ayudaría más que un pinche libro”, “estás enferma, sos viciosa…”, “te va a llevar la gran puta…”, “él que no me venga con pajas, pero que algo tuvo con ella estoy segura…”, “nadie te querrá, nadie te querrá, nadie te querrá, tenés que ser alguien, alguien es ser yo, ser yo es obviarme, obviarme es soñar, soñar es prostituir, prostituir es aprobar, estudiá, estudiá tonta, usted es talentosa, ya la cagás, si soy inteligente porque no puedo resolver un pinche examen, porque no puedo quedarme y obedecerme, porque no me es fácil la voluntad, quiero tener voluntad, quiero tenerla más que nada en la vida, nadie puede decirme que un hombre vendrá a su tiempo, ni vos, ni mi mamá, ni Melisa ni nadie, todos según he visto han contado con amor, que no me vengan con estupideces…hasta las etcéteras me duelen y se insertan en mí y hablan de mí y me joden a mí y joden mi vida, y la vida de mis amigos, de la gente que quiero…

-Liz, lo siento mucho, no sabía que pensabas todo eso… ¿puedo hacerte una pregunta? ¿Resolviste el problema con Arp?

-Tenía esperanzas en él, pero resultó depresivo y melodramático, y eso sin contar que escribía versitos que difícilmente emergían del pathos. Creo que nunca escribirá nada. Ese hijueputa está más jodido que yo. Recuerdo más o menos el último fragmento que me escribió, del cual intuyo su intención:

“Las palabras prefieren morir

sedientas de insomnio de ti,

mientras los espacios llenos de nostalgia

siguen siendo espacios

al igual que las palabras…”

Encontrado en casa de Madeleine