Siempre un martes
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Él entra al baño en toalla, abre la regadera y el agua cae
enérgicamente a chorros. Primero deja mojarse la pierna derecha, para
acostumbrar su piel al agua fría y entregarse después por completo a la
regadera a borrar todo el polvo desesperado que se le prendió a muerte en la
piel.
Oye los gritos de su madre: Dejame, no sabés lo que hacés. Sale
del baño en toalla y a su alrededor no ve a nadie, sólo hay dos presencias: la
suya y la soledad del apartamento. Vuelve al baño. Nuevamente gira la perilla
de la regadera y el ruido de la caída del agua enmudece ante un nuevo grito.
Los latidos fulminan a golpes su pecho y lo obligan a aferrarse a las palmas de
sus manos para cubrir sus ojos, como si encubriéndoselos pudiera olvidarlo
todo.
Sale del baño y ve a su madre y a su padre en la sala de la casa. No
hay ningún sofá en ella, sólo cajas. Su madre llora y grita temerosa y
desesperada: dejame por favor, no sabés lo que hacés. Dejame.
Las lágrimas reaparecen. Llora. Él corre a la ventana y pide auxilio a
los indiferentes vecinos.
Medianoche. La noche guarda y protege los gritos en su seno. La misma
historia familiar de siempre: el padre golpea a su mujer mientras sus hijos
lloran y se entrometen. La rabia de su padre alcanza la cúspide de la violencia
y se desquita a golpes con sus hijos y son tan amargos como la cerveza.
Transpira ese olor a alcohol que tanto aterró a su familia por décadas.
Un líquido va derramándose sobre el piso, se hace espejo, silencio,
gritos. Él se recuesta en el lavamanos, como un alienado es atormentado por los
electrochoques él lo es por sus recuerdos.
El hijo llora incontenible, llora mucho y grita desesperadamente: Doña
Isabel ayúdennos por favor… ayúdenos, llame a la policía. La pequeña
Elizabeth llora aterrada y corre a esconderse adentro del cuarto de su hermano.
Él continúa con los ojos cerrados, temblando, llorando con los
recuerdos agobiantes.
Hijueputa, gritá… mierda, pedíle a esas viejas putas que te ayuden…te
vas a la mieerrrda. Lo corre de casa envuelto en toalla, va llorando
preocupado por lo que pueda ocurrirle a su madre y hermanos. Los nervios
frágiles del infante ruegan que pronto acabe todo, que los policías lleguen y
salven a su familia, que ojalá no haya sangre. Su madre le grita Arrrrrp
y él se duele de impotencia.
Arp sigue recostado en el lavamanos, a quien considera su mejor amigo,
y le dice con su voz dolorosa y entrecortada que ya no puede decirles nada,
sigue aferrándose a él hasta que se desprende y se quiebra contra el piso de
igual manera que Arp se quiebra en lágrimas, y ambos caen, abrazados,
insólitamente fraternos. Todo se rompe contra el sueño, contra el suelo. Otro
líquido comienza a derramarse y se apropia de ese lugar íntimo y destruido. La
papelera está a su lado, de igual a igual se miran. Escucha un grito
apresurado, tormentoso y femenino. Mi vida siempre ha sido una pesadilla,
piensa Arp.
Recuerda cuando su padre regresó de la cárcel, había estado recluido
aproximadamente tres años por intento de violación. La relación entre ellos se
fundamentó en la tolerancia y el irrespeto mutuo. Cierta responsabilidad recae
en su madre, no haberlo abandonado o denunciado ante los juzgados a tiempo,
desde el primer día que recibió el primer golpe, que data de hace más de 20
años, aunque fue en años recientes cuando el gobierno creó la fiscalía contra
la mujer, entonces es entendible su temor de abandonar al cónyuge.
Quizá porque no les puede decir nada, llora y cierra los ojos con
fuerza como si al hacerlo pudiera olvidarlo todo.
En su desvarío va derramándose algo que está colándose en su sueño. El
lamento cansa y agobia. Arp, desesperado, espera que la tormenta de recuerdos
cese.
Ella grita, llora, gime, grita irremediablemente y no hay mariposas de
sangre que la salven, y gira sin entender nada y gira tan nerviosa,
desmayándose, mientras él grita: ¡gran puta!
El experto grito va extendiéndose en el aire. Arp recuerda con
dolor las imágenes de su infancia.
Recordar es muy humano.
Nuevamente quiere hablar con ellos, pero no puede decirles nada. Abre
los ojos y ve los fragmentos tan auténticos, abre lo ojos y no puede gritarles
nada, abre los ojos y ve la papelera como una metáfora del manicomio y de la
podredumbre humana
Arp se incorpora y cierra la válvula del lavamanos para impedir que siga
derramándose el agua. Remueve sus lágrimas que prenden de sus mejillas como
perlas. Lo abruma que ya no podrá decir nada, que no puede decir nada, que
nunca podrá decirles nada. Suspira y los suspiros son incapaces de
comprenderlo.
Hans está condenado a golpear por siempre a su mujer cual Sísifo
violento; Luisa a perdonarlo y dejarle siempre un hilo de Ariadna, piensa Arp,
reflexionando, tratando de entenderlo todo.